Claro está que más fotos no se pueden poner. Mirándolas he recordado muchos momentos. Muchas risas, complicidades y millones de historias. Hace ya algunos años que os cruzásteis en mi vida y no sabéis lo mucho que me alegro. Cuando el destino te pone a alguien en el camino está claro que es por algún motivo. Yo lo tengo claro, para hacerme feliz.
Mi aportación a esta vorágine de recuerdos y sentimientos entrecruzados es una historia sobre el inicio de todo esto, basada en la esencia de aquello que somos todas y cada una de las siete que creamos esto: UNA SEITONA. Es el regalo que en su momento le hice a Marona. Ahora lo recupero para regalaroslo a todas y cada una, a las 7, para que no se nos olvide nunca cómo empezó todo y que a pesar de los puntos y aparte o puntos y seguido... seguimos guardando esa esencia.
Cuenta la leyenda que hace muchos, muchísimos años existía una galaxia con siete planetas. Cada uno de ellos estaba habitado por una ninfa.
En el primer Planeta, vivía Anoram, noble y fuerte en apariencia pero frágil en su interior. Dedicaba sus días a saborear el dulce fruto que extraía de un árbol, cosa que le aseguraba su subsistencia.
A dos millones de años luz, en un planeta rojo, habitaba Esemed. Pasional y sensual. Dedicaba sus días a reír. El sonido de su risa le producía tal bienestar que no podía dejar pasar un minuto sin deleitarse con ella.
Entre estas dos, vivía Lebana, una princesa de rasgos árabes y mirada dulce. Ansiaba el fruto del árbol de Anoram y dedicaba sus días a planear un viaje que, a ciencia cierta, la colmaría de felicidad.
Enfrente de éstas estaba el planeta de Ayleon, un hada que un día perdió su rumbo. Dedicaba sus días a plantar flores. En cada una de ellas depositaba un pedacito de su corazón. Como éste era infinito, su tarea no finalizaba jamás.
Al lado, vivía Ameg, de gran fortaleza física y con un gran espíritu unificador. Dedicaba sus días a correr de un lado a otro del planeta para conseguir así que éste jamás dejase de girar.
No muy lejos se hallaba el planeta de Arual, soñadora e inquieta. Dedicaba sus días a esperar que llegase la noche para poder contemplar la luna de quien se había enamorado.
En el centro, equilibrando la galaxia, vivía Lorak, todo alma y honestidad. Dedicaba sus días a hacer el contrapeso necesario para que todo estuviese en su punto y en su justa medida.
Las siete ninfas no se conocían entre sí. Cada una sabía de la existencia de las seis restantes pero no se conocían.
El motivo, estaban cautivas. Eran rehenes de sus propios planetas. Llevaban viviendo así siglos, desde que una malvada bruja, Akinom, las hechizó, antes incluso de sus nacimientos.
En aquellos tiempos la galaxia estaba gobernada por Pansú y Sylvana, reyes bondadosos que eran felices viendo a sus súbditos vivir en libertad y armonía. Sylvana esperaba dulcemente la llegada del nacimientode sus siete hijas que estaba previsto para finales del siguiente mes de enero.
Pero Akinom, que era avariciosa, ansiaba el poder de la galaxia. Su madre había sido reina antes que Pansú y Sylvana pero había sido destituida y desterrada ya que utilizaba el poder en su propio beneficio. Durante su mandato, la galaxia había sido un lugar oscuro y tenebroso donde las fuerzas del mal estaban presentes de forma continua. Akinom quería recuperar aquello que ella creía que era suyo, quería que volviese la oscuridad y no soportaba la idea del futuro nacimiento de las siete ninfas. Sabía que la fuerza de las siete juntas sería indestructible y, por lo tanto, tenía que hacer algo antes de su llegada.
Akinom dedicaba sus días, desde la estrella negra donde vivía, a urdir un plan. Un plan secreto y lúgubre con el que conseguiría su propósito: eliminar a Pansú y a Sylvana y, con ellos a toda su estirpe y, de esta manera, de nuevo la galaxia le pertenecería.
Akinom consiguió su propósito. Realizó un hechizo que hizo que Sylvana, tras dar a luz, falleciera. Durante esa noche, mientas Pansú lloraba la muerte de su amada esposa un enorme pájaró secuestró a Anoram, Esemed, Lebana, Ayleon, Ameg, Arual y Lorak y las separó. Puso a cada ninfa en un planeta diferente de la galaxia con el propósito de que jamás se encontrasen ya que un oráculo había augurado que la fuerza de las siete juntas sería invencible.
Pansú, al ser consciente de tal desgracia no pudo soportar el dolor, envejeció súbitamente y se convirtió en piedra.
La galaxia se convirtió de nuevo en un sitio oscuro, sin vida. El resto de habitantes de los planetas, por la ausencia de sol, poco a poco habían ido quedándose dormidos, vivían en un letargo eterno. Y Akinom era feliz. Tenía a Anoram, Esemed, Lebana, Ayleon, Ameg, Arual y Lorak bajo su control. Hacía y deshacía a su antojo. Creía que nada podría arrebatarle todo lo que poseía.
Por otro lado, las ninfas sabían que, de alguna manera, estaban unidas a las otras seis. No sabían cómo poseían esa información, nadie se lo había dicho, era algo tan fuerte que estaba en su interior de forma innata y el sentimiento que tenían dentro iba creciendo a pasos agigantados con el paso de los años. La sensación de estar separadas pesaba en sus corazones y alguna cosa dentro de ellas les decía que tenían que hacer algo para estar juntas, que jamás serían felices si no era así.
Sucedió que, tras un día como cualquier otro apareció una noche extraña, una noche en la que las estrellas tenían un brillo especial, un brillo como jamás habían visto las siete ninfas. Las siete contemplaban boquiabiertas el maravilloso espectáculo, un pálpito en su interior les decía que estaba a punto de suceder algo inesperado.
De pronto, Lorak empezó a entonar una melodía. Era la primera vez que se escuchaba la voz y le resultó tan hermosa que no podía dejar de cantar, cada vez más fuerte. Su canto llegó a los oídos de las otras seis que, sin pensarlo, se unieron de forma automática. Era un sonido extraño para ellas, pero a la vez era algo maravilloso, mágico. Se sentían unidas. Sus voces eran cada vez más fuertes y consiguieron despertar al Sol y a todos los demás habitantes de los planetas que, también unieron sus voces.
Las notas eran tan fuertes que llegaron a oídos de Akinom. Pero lo que para el resto era música celestial, para ella era un ruido tan intenso que consiguió enloquecerla hasta tal punto que tuvo que salir huyendo. Voló y voló lejos de allí. Su único objetivo era llegar a un lugar donde no oyese lo que para ella era un infernal estruendo, pero la fuerza de las voces de las ninfas era tan fuerte que Akinom jamás estuvo tan lejos como para dejar de oírlas.
Y, por fin llegó el ansiado momento, el reencuentro. El momento en el que las ninfas iban a dejar de ser siete pare ser una, fuerte y decidida. Una unidad compuesta de siete piezas bien diferentes entre sí pero totalmente complementarias.
El lugar de encuentro fue la piedra que había sido Pansú. Cuando se vieron no pudieron articular palabra, sabían que cualquier cosa que dijesen resultaría insuficiente, ninguna palabra podría explicar lo que sentían en ese momento. Sólo se abrazaron y lloraron. Sus lágrimas formaron un río que mojó la piedra. El amor que emanaba de sus corazones devolvió la vida a Pansú quien no daba crédito a sus ojos al ver allí, reunidas, a sus siete hijas.
Desde aquel día la paz y la armonía volvió a la galaxia por siempre jamás. Pansú, con ayuda de sus siete hijas gobernaba la galaxia con amor y con prudencia.
Anoram, Esemed, Lebana, Ayleon, Ameg, Arual y Lorak vivían cada una en su planeta pero una vez a la semana se reunían en el lugar donde había estado la piedra de Pansú para poder decirse lo mucho que se habían echado de menos durante la semana y, sobre todo, para poder reír sin parar.